El calendario de la música española ha marcado este diciembre de 2025 como uno de los más tristes de las últimas décadas. En menos de un día, el mundo del rock perdió a dos de sus figuras más irrepetibles: Jorge Martínez, cabeza incendiaria de Ilegales, y Robe Iniesta, poeta y corazón de Extremoduro.
La primera noticia fue la de Jorge “Ilegal” Martínez, a los 70 años. Para muchos, fue como si de repente alguien bajara el volumen en mitad del bar donde siempre sonaba “Tiempos nuevos, tiempos salvajes”. Jorge fue un artista que nunca le tuvo miedo al filo ni a la incomodidad; vivió —y cantó— como si cada canción fuese un ajuste de cuentas con el mundo.
Pocas horas después llegó el mazazo imposible: Robe Iniesta había fallecido a los 63 años. El autor de versos que se te quedaban dentro como una confesión —quien convirtió un simple “Standby” en un estado del alma— dejó tras de sí un silencio extraño, de esos que solo se sienten cuando se apaga una luz que parecía eterna.
Uno venía con la electricidad hirviendo bajo la piel; el otro, con la sensibilidad y la crudeza de quien escribe desde lo que duele. Pero compartían algo esencial: la convicción de que la música es un territorio sin mordaza. Jorge desde la provocación inteligente, Robe desde la emoción que te golpea a traición.
Perder a Jorge fue un golpe que dejó al rock tambaleando; perder a Robe horas después convirtió el luto en una herida generacional.
Las reacciones han llenado redes y radios con recuerdos, versiones caseras y anécdotas que ahora suenan a tesoro. En Plasencia, la ciudad de Robe, la gente habla de él como si se hubiese ido un vecino que siempre tuvo un poema en la manga. En Asturias, muchos repiten que Jorge no se marchó: simplemente cambió de escenario.
Algunos músicos contaban que, cuando necesitaban sacudirse la apatía, ponían “Soy un macarra” a todo volumen; otros confesaban que “So payaso” les salvó en noches que parecían no terminar.
Con su partida, no se van solo dos nombres insustituibles. Se va también una forma de cantar la rabia, la ternura, la desgana y la lucidez. Se van carreteras de madrugada, primeras borracheras, miradas cómplices y abrazos desafinados en mitad de un concierto.
Pero quedan sus canciones, que siempre fueron más que canciones: pequeñas brújulas. Y quizá por eso el rock, cuando nace de lugares tan hondos, nunca se extingue del todo. Basta con que alguien le dé al play y vuelva a sonar un verso de Robe o un riff afilado de Jorge para que uno recuerde quién era y por qué la música importa tanto.